Capítulo XLVIII. Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio
-Así es como vuestra merced dice, señor canónigo -dijo el cura-, y por esta
causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí han compuesto
semejantes libros sin tener advertencia a ningún buen discurso, ni al arte
y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo son
en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina.
-Yo, a lo menos -replicó el canónigo-, he tenido cierta tentación de hacer
un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he
significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien
hojas. Y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación, las
he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, dotos y discretos, y
con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oír disparates, y de
todos he hallado una agradable aprobación; pero, con todo esto, no he
proseguido adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión,
como por ver que es más el número de los simples que de los prudentes; y
que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los
muchos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo,
a quien por la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me
le quitó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fue un argumento
que hice conmigo mesmo, sacado de las comedias que ahora se representa,
diciendo: ''Si estas que ahora se usan, así las imaginadas como las de
historia, todas o las más son conocidos disparates y cosas que no llevan
pies ni cabeza, y, con todo eso, el vulgo las oye con gusto, y las tiene y
las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que las
componen y los actores que las representan dicen que así han de ser, porque
así las quiere el vulgo, y no de otra manera; y que las que llevan traza y
siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro discretos
que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su
artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer con los muchos, que
no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser un libro, al cabo de
haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos, y vendré a
ser el sastre del cantillo''. Y, aunque algunas veces he procurado
persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen, y
que más gente atraerán y más fama cobrarán representando comedias que hagan
el arte que no con las disparatadas, y están tan asidos y encorporados en
su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél los saque. Acuérdome que
un día dije a uno destos pertinaces: ''Decidme, ¿no os acordáis que ha
pocos años que se representaron en España tres tragedias que compuso un
famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales, que admiraron,
alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples como
prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros a los
representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después acá
se han hecho?'' ''Sin duda -respondió el autor que digo-, que debe de decir
vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra''. ''Por ésas digo
-le repliqué yo-; y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si
por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo.
Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en aquellos
que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud
vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante,
ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos
entendidos poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para
ganancia de los que las han representado''. Y otras cosas añadí a éstas,
con que, a mi parecer, le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni
convencido para sacarle de su errado pensamiento.
-En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo -dijo a esta sazón el
cura-, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias
que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de
caballerías; porque, habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio,
espejo de la vida humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad,
las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de
necedades e imágenes de lascivia. Porque, ¿qué mayor disparate puede ser en
el sujeto que tratamos que salir un niño en mantillas en la primera cena
del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado? Y ¿qué
mayor que pintarnos un viejo valiente y un mozo cobarde, un lacayo
rectórico, un paje consejero, un rey ganapán y una princesa fregona? ¿Qué
diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden o
podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que
la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se
acabó en Africa, y ansí fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en
América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si
es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es
posible que satisfaga a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una
acción que pasa en tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella
hace la persona principal le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que
entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la Casa Santa, como Godofre
de Bullón, habiendo infinitos años de lo uno a lo otro; y fundándose la
comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, y mezclarle
pedazos de otras sucedidas a diferentes personas y tiempos, y esto, no con
trazas verisímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables? Y
es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es lo perfecto, y que lo
demás es buscar gullurías. Pues, ¿qué si venimos a las comedias divinas?:
¡qué de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal
entendidas, atribuyendo a un santo los milagros de otro! Y aun en las
humanas se atreven a hacer milagros, sin más respeto ni consideración que
parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos
llaman, para que gente ignorante se admire y venga a la comedia; que todo
esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en
oprobrio de los ingenios españoles; porque los estranjeros, que con mucha
puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e
ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería
bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas
bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan públicas comedias, es para
entretener la comunidad con alguna honesta recreación, y divertirla a veces
de los malos humores que suele engendrar la ociosidad; y que, pues éste se
consigue con cualquier comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes,
ni estrechar a los que las componen y representan a que las hagan como
debían hacerse, pues, como he dicho, con cualquiera se consigue lo que con
ellas se pretende. A lo cual respondería yo que este fin se conseguiría
mucho mejor, sin comparación alguna, con las comedias buenas que con las no
tales; porque, de haber oído la comedia artificiosa y bien ordenada,
saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado con las veras, admirado
de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los embustes, sagaz
con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud; que
todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la
escuchare, por rústico y torpe que sea; y de toda imposibilidad es
imposible dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar, la comedia
que todas estas partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas,
como por la mayor parte carecen estas que de ordinario agora se
representan. Y no tienen la culpa desto los poetas que las componen, porque
algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben
estremadamente lo que deben hacer; pero, como las comedias se han hecho
mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes no se
las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y así, el poeta procura
acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide.
Y que esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha
compuesto un felicísimo ingenio destos reinos, con tanta gala, con tanto
donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves
sentencias y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que
tiene lleno el mundo de su fama. Y, por querer acomodarse al gusto de los
representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de
la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen,
que después de representadas tienen necesidad los recitantes de huirse y
ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por
haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de
algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun otros muchos
más que no digo, con que hubiese en la Corte una persona inteligente y
discreta que examinase todas las comedias antes que se representasen (no
sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen
representar en España), sin la cual aprobación, sello y firma, ninguna
justicia en su lugar dejase representar comedia alguna; y, desta manera,
los comediantes tendrían cuidado de enviar las comedias a la Corte, y con
seguridad podrían representallas, y aquellos que las componen mirarían con
más cuidado y estudio lo que hacían, temorosos de haber de pasar sus obras
por el riguroso examen de quien lo entiende; y desta manera se harían
buenas comedias y se conseguiría felicísimamente lo que en ellas se
pretende: así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los
ingenios de España, el interés y seguridad de los recitantes y el ahorro
del cuidado de castigallos. Y si diese cargo a otro, o a este mismo, que
examinase los libros de caballerías que de nuevo se compusiesen, sin duda
podrían salir algunos con la perfección que vuestra merced ha dicho,
enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso tesoro de la
elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen a la luz de
los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los
ociosos, sino de los más ocupados; pues no es posible que esté continuo el
arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin
alguna lícita recreación.
A este punto de su coloquio llegaban el canónigo y el cura, cuando, adelantándose el barbero, llegó a ellos, y dijo al cura:
-Aquí, señor licenciado, es el lugar que yo dije que era bueno para que,
sesteando nosotros, tuviesen los bueyes fresco y abundoso pasto.
-Así me lo parece a mí -respondió el cura.
Y, diciéndole al canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso quedarse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que a la vista se les ofrecía. Y, así por gozar dél como de la conversación del cura, de quien ya iba aficionado, y por saber más por menudo las hazañas de don Quijote, mandó a algunos de sus criados que se fuesen a la venta, que no lejos de allí estaba, y trujesen della lo que hubiese de comer, para todos, porque él determinaba de sestear en aquel lugar aquella tarde; a lo cual uno de sus criados respondió que el acémila del repuesto, que ya debía de estar en la venta, traía recado bastante para no obligar a no tomar de la venta más que cebada.
-Pues así es -dijo el canónigo-, llévense allá todas las cabalgaduras, y
haced volver la acémila.
En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar a su amo sin la continua asistencia del cura y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó a la jaula donde iba su amo, y le dijo:
-Señor, para descargo de mi conciencia, le quiero decir lo que pasa cerca
de su encantamento; y es que aquestos dos que vienen aquí cubiertos los
rostros son el cura de nuestro lugar y el barbero; y imagino han dado esta
traza de llevalle desta manera, de pura envidia que tienen como vuestra
merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Presupuesta, pues, esta
verdad, síguese que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de
lo cual le quiero preguntar una cosa; y si me responde como creo que me ha
de responder, tocará con la mano este engaño y verá como no va encantado,
sino trastornado el juicio.
-Pregunta lo que quisieres, hijo Sancho -respondió don Quijote-, que yo te
satisfaré y responderé a toda tu voluntad. Y en lo que dices que aquellos
que allí van y vienen con nosotros son el cura y el barbero, nuestros
compatriotos y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mesmos;
pero que lo sean realmente y en efeto, eso no lo creas en ninguna manera.
Lo que has de creer y entender es que si ellos se les parecen, como dices,
debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia y
semejanza; porque es fácil a los encantadores tomar la figura que se les
antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos, para darte a ti ocasión
de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imaginaciones,
que no aciertes a salir dél, aunque tuvieses la soga de Teseo. Y también lo
habrán hecho para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de
dónde me viene este daño; porque si, por una parte, tú me dices que me
acompañan el barbero y el cura de nuestro pueblo, y, por otra, yo me veo
enjaulado, y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran sobrenaturales,
no fueran bastantes para enjaularme, ¿qué quieres que diga o piense sino
que la manera de mi encantamento excede a cuantas yo he leído en todas
las historias que tratan de caballeros andantes que han sido encantados?
Ansí que, bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que
dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer
preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me preguntes de aquí a
mañana.
-¡Válame Nuestra Señora! -respondió Sancho, dando una gran voz-. Y ¿es
posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo,
que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su
prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero, pues
así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. Si no,
dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi
señora Dulcinea cuando menos se piense...
-Acaba de conjurarme -dijo don Quijote-, y pregunta lo que quisieres; que
ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad.
-Eso pido -replicó Sancho-; y lo que quiero saber es que me diga, sin
añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la
han de decir y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra
merced las profesa, debajo de título de caballeros andantes...
-Digo que no mentiré en cosa alguna -respondió don Quijote-. Acaba ya de
preguntar, que en verdad que me cansas con tantas salvas, plegarias y
prevenciones, Sancho.
-Digo que yo estoy seguro de la bondad y verdad de mi amo; y así, porque
hace al caso a nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento, si acaso
después que vuestra merced va enjaulado y, a su parecer, encantado en esta
jaula, le ha venido gana y voluntad de hacer aguas mayores o menores, como
suele decirse.
-No entiendo eso de hacer aguas, Sancho; aclárate más, si quieres que te
responda derechamente.
-¿Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores o
mayores? Pues en la escuela destetan a los muchachos con ello. Pues sepa
que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa.
-¡Ya, ya te entiendo, Sancho! Y muchas veces; y aun agora la tengo. ¡Sácame
deste peligro, que no anda todo limpio!