Capítulo XXXII. Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de don Quijote
Acabóse la buena comida, ensillaron luego, y, sin que les sucediese cosa
digna de contar, llegaron otro día a la venta, espanto y asombro de Sancho
Panza; y, aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La
ventera, ventero, su hija y Maritornes, que vieron venir a don Quijote y a
Sancho, les salieron a recebir con muestras de mucha alegría, y él las
recibió con grave continente y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro
mejor lecho que la vez pasada; a lo cual le respondió la huéspeda que como
la pagase mejor que la otra vez, que ella se la daría de príncipes. Don
Quijote dijo que sí haría, y así, le aderezaron uno razonable en el mismo
caramanchón de marras, y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado y
falto de juicio.
No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió al barbero, y,
asiéndole de la barba, dijo:
-Para mi santiguada, que no se ha aún de aprovechar más de mi rabo para su
barba, y que me ha de volver mi cola; que anda lo de mi marido por esos
suelos, que es vergüenza; digo, el peine, que solía yo colgar de mi buena
cola.
No se la quería dar el barbero, aunque ella más tiraba, hasta que el
licenciado le dijo que se la diese, que ya no era menester más usar de
aquella industria, sino que se descubriese y mostrase en su misma forma, y
dijese a don Quijote que cuando le despojaron los ladrones galeotes se
habían venido a aquella venta huyendo; y que si preguntase por el escudero
de la princesa, le dirían que ella le había enviado adelante a dar aviso a
los de su reino como ella iba y llevaba consigo el libertador de todos. Con
esto, dio de buena gana la cola a la ventera el barbero, y asimismo le
volvieron todos los adherentes que había prestado para la libertad de don
Quijote. Espantáronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y
aun del buen talle del zagal Cardenio. Hizo el cura que les aderezasen de
comer de lo que en la venta hubiese, y el huésped, con esperanza de mejor
paga, con diligencia les aderezó una razonable comida; y a todo esto dormía
don Quijote, y fueron de parecer de no despertalle, porque más provecho le
haría por entonces el dormir que el comer.
Trataron sobre comida, estando delante el ventero, su mujer, su hija,
Maritornes, todos los pasajeros, de la estraña locura de don Quijote y del
modo que le habían hallado. La huéspeda les contó lo que con él y con el
arriero les había acontecido, y, mirando si acaso estaba allí Sancho, como
no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto
recibieron. Y, como el cura dijese que los libros de caballerías que don
Quijote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero:
-No sé yo cómo puede ser eso; que en verdad que, a lo que yo entiendo, no
hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos, con otros
papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros
muchos. Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas,
muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno
destos libros en las manos, y rodeámonos dél más de treinta, y estámosle
escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé
decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los
caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar
oyéndolos noches y días.
-Y yo ni más ni menos -dijo la ventera-, porque nunca tengo buen rato en mi
casa sino aquel que vos estáis escuchando leer: que estáis tan embobado,
que no os acordáis de reñir por entonces.
-Así es la verdad -dijo Maritornes-, y a buena fe que yo también gusto
mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas; y más, cuando cuentan que
se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y
que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho
sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles.
-Y a vos ¿qué os parece, señora doncella? -dijo el cura, hablando con la
hija del ventero.
-No sé, señor, en mi ánima -respondió ella-; también yo lo escucho, y en
verdad que, aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oíllo; pero no gusto
yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los
caballeros hacen cuando están ausentes de sus señoras: que en verdad que
algunas veces me hacen llorar de compasión que les tengo.
-Luego, ¿bien las remediárades vos, señora doncella -dijo Dorotea-, si por
vos lloraran?
-No sé lo que me hiciera -respondió la moza-; sólo sé que hay algunas
señoras de aquéllas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres y
leones y otras mil inmundicias. Y, ¡Jesús!, yo no sé qué gente es aquélla
tan desalmada y tan sin conciencia, que por no mirar a un hombre honrado,
le dejan que se muera, o que se vuelva loco. Yo no sé para qué es tanto
melindre: si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean
otra cosa.
-Calla, niña -dijo la ventera-, que parece que sabes mucho destas cosas, y
no está bien a las doncellas saber ni hablar tanto.
-Como me lo pregunta este señor -respondió ella-, no pude dejar de
respondelle.
-Ahora bien -dijo el cura-, traedme, señor huésped, aquesos libros, que los
quiero ver.
-Que me place -respondió él.
Y, entrando en su aposento, sacó dél una maletilla vieja, cerrada con una
cadenilla, y, abriéndola, halló en ella tres libros grandes y unos papeles
de muy buena letra, escritos de mano. El primer libro que abrió vio que era
Don Cirongilio de Tracia; y el otro, de Felixmarte de Hircania; y el otro,
la Historia del Gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de
Diego García de Paredes. Así como el cura leyó los dos títulos primeros,
volvió el rostro al barbero y dijo:
-Falta nos hacen aquí ahora el ama de mi amigo y su sobrina.
-No hacen -respondió el barbero-, que también sé yo llevallos al corral o a
la chimenea; que en verdad que hay muy buen fuego en ella.
-Luego, ¿quiere vuestra merced quemar más libros? -dijo el ventero.
-No más -dijo el cura- que estos dos: el de Don Cirongilio y el de
Felixmarte.
-Pues, ¿por ventura -dijo el ventero- mis libros son herejes o flemáticos,
que los quiere quemar?
-Cismáticos queréis decir, amigo -dijo el barbero-, que no flemáticos.
-Así es -replicó el ventero-; mas si alguno quiere quemar, sea ese del Gran
Capitán y dese Diego García, que antes dejaré quemar un hijo que dejar
quemar ninguno desotros.
-Hermano mío -dijo el cura-, estos dos libros son mentirosos y están llenos
de disparates y devaneos; y este del Gran Capitán es historia verdadera, y
tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba, el cual, por sus muchas y
grandes hazañas, mereció ser llamado de todo el mundo Gran Capitán,
renombre famoso y claro, y dél sólo merecido. Y este Diego García de
Paredes fue un principal caballero, natural de la ciudad de Trujillo, en
Estremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales que detenía
con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia; y, puesto con un
montante en la entrada de una puente, detuvo a todo un innumerable
ejército, que no pasase por ella; y hizo otras tales cosas que, como si él
las cuenta y las escribe él asimismo, con la modestia de caballero y de
coronista propio, las escribiera otro, libre y desapasionado, pusieran en
su olvido las de los Hétores, Aquiles y Roldanes.
-¡Tomaos con mi padre! -dijo el dicho ventero-. ¡Mirad de qué se espanta:
de detener una rueda de molino! Por Dios, ahora había vuestra merced de
leer lo que hizo Felixmarte de Hircania, que de un revés solo partió cinco
gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los
frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo y
poderosísimo ejército, donde llevó más de un millón y seiscientos mil
soldados, todos armados desde el pie hasta la cabeza, y los desbarató a
todos, como si fueran manadas de ovejas. Pues, ¿qué me dirán del bueno de
don Cirongilio de Tracia, que fue tan valiente y animoso como se verá en el
libro, donde cuenta que, navegando por un río, le salió de la mitad del
agua una serpiente de fuego, y él, así como la vio, se arrojó sobre ella, y
se puso a horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y le apretó con
ambas manos la garganta, con tanta fuerza que, viendo la serpiente que la
iba ahogando, no tuvo otro remedio sino dejarse ir a lo hondo del río,
llevándose tras sí al caballero, que nunca la quiso soltar? Y, cuando
llegaron allá bajo, se halló en unos palacios y en unos jardines tan lindos
que era maravilla; y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le
dijo tantas de cosas que no hay más que oír. Calle, señor, que si oyese
esto, se volvería loco de placer. ¡Dos higas para el Gran Capitán y para
ese Diego García que dice!
Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:
-Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte de don
Quijote.
-Así me parece a mí -respondió Cardenio-, porque, según da indicio, él
tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni menos
que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.
-Mirad, hermano -tornó a decir el cura-, que no hubo en el mundo Felixmarte
de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes
que los libros de caballerías cuentan, porque todo es compostura y ficción
de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto que vos decís de
entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores;
porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni
tales hazañas ni disparates acontecieron en él.
-¡A otro perro con ese hueso! -respondió el ventero-. ¡Como si yo no
supiese cuántas son cinco y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra
merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que
quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos
libros dicen sea disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los
señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar
imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas y tantos encantamentos que
quitan el juicio!
-Ya os he dicho, amigo -replicó el cura-, que esto se hace para entretener
nuestros ociosos pensamientos; y, así como se consiente en las repúblicas
bien concertadas que haya juegos de ajedrez, de pelota y de trucos, para
entretener a algunos que ni tienen, ni deben, ni pueden trabajar, así se
consiente imprimir y que haya tales libros, creyendo, como es verdad, que
no ha de haber alguno tan ignorante que tenga por historia verdadera
ninguna destos libros. Y si me fuera lícito agora, y el auditorio lo
requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los libros de
caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho y aun de gusto
para algunos; pero yo espero que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar
con quien pueda remediallo, y en este entretanto creed, señor ventero, lo
que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá os avenid con sus verdades
o mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios que no cojeéis del pie
que cojea vuestro huésped don Quijote.
-Eso no -respondió el ventero-, que no seré yo tan loco que me haga
caballero andante: que bien veo que ahora no se usa lo que se usaba en
aquel tiempo, cuando se dice que andaban por el mundo estos famosos
caballeros.
A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy confuso y
pensativo de lo que había oído decir que ahora no se usaban caballeros
andantes, y que todos los libros de caballerías eran necedades y mentiras,
y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel viaje de su amo,
y que si no salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejalle y
volverse con su mujer y sus hijos a su acostumbrado trabajo.
Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo:
-Esperad, que quiero ver qué papeles son esos que de tan buena letra están
escritos.
Sacólos el huésped, y, dándoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos
escritos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela
del curioso impertinente. Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y
dijo:
-Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene
voluntad de leella toda.
A lo que respondió el ventero:
-Pues bien puede leella su reverencia, porque le hago saber que algunos
huéspedes que aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido
con muchas veras; mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela a
quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros y esos papeles; que
bien puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo, y, aunque sé que
me han de hacer falta los libros, a fe que se los he de volver: que, aunque
ventero, todavía soy cristiano.
-Vos tenéis mucha razón, amigo -dijo el cura-, mas, con todo eso, si la
novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar.
-De muy buena gana -respondió el ventero.
Mientras los dos esto decían, había tomado Cardenio la novela y comenzado a
leer en ella; y, pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la leyese
de modo que todos la oyesen.
-Sí leyera -dijo el cura-, si no fuera mejor gastar este tiempo en dormir
que en leer.
-Harto reposo será para mí -dijo Dorotea- entretener el tiempo oyendo algún
cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado que me conceda dormir
cuando fuera razón.
-Pues desa manera -dijo el cura-, quiero leerla, por curiosidad siquiera;
quizá tendrá alguna de gusto.
Acudió maese Nicolás a rogarle lo mesmo, y Sancho también; lo cual visto
del cura, y entendiendo que a todos daría gusto y él le recibiría, dijo:
-Pues así es, esténme todos atentos, que la novela comienza desta manera: